jueves, 15 de mayo de 2008

68-08, encuentre las 8 diferencias

¡¡¡¡Chuchulos!!!!!

Acá va un pantallazo de nuestras reflexiones de la última reunión.

Como suele pasarnos, la lectura varios textos (accidentalmente) puestos en concierto activó muchas preguntas e ideas. Los tres trabajos que compartimos fueron: La política de la estética, de Jacques Rancière, publicado en Otra Parte, primavera de 2006; ¿La fusión del arte y la política o su ruptura? El caso Tucumán Arde: Argentina 1968¸ publicado por Beba Balvè en Nac&pop en junio de 2003; y Una invocación en el Once, de Inés Katzenstein, sobre un trabajo de Eduardo Navarro, en Marzo 2008.

Empezamos la discutir desde el texto de Rancière, siempre tomando como eje el problema de las relaciones entre arte y política. Este autor parte de definir ambos términos como realidades condicionales. Así, señala que si bien siempre hay poder, sólo a veces hay política. Del mismo modo, si bien siempre hay poesía, música, teatro, escultura, no siempre hay arte. La política

no es el ejercicio del poder o la lucha por éste, sino la configuración de un espacio como espacio político, la disposición de objetos planteados como “comunes” y de sujetos a quienes e reconoce capacidad de designar esos objetos y discutir sobre ellos.

Por ello, sólo hay política cuando es posible reconfigurar la partición de lo sensible. Justamente, es este trato con lo visible y lo invisible, lo que define una estética de la política. Desde aquí, podemos pensar también en una política de la estética, que sólo ocurre cuando las prácticas artísticas

suspenden las coordenadas ordinarias de la experiencia sensible y reenmarcan la red de relaciones entre espacios y tiempo, sujetos y objetos, lo común y lo singular

Es decir, cuando las prácticas artísticas intervienen en la partición de lo sensible.

Podemos pensar de este modo una política del arte justamente, dice Rancière, porque somos herederos del régimen estético formulado en el siglo XVIII, aquel que sostuvo la noción de autonomía del arte planteando que la definición de lo artístico pasa por su inclusión en una esfera particular, simbolizada en el cubo blanco del museo. Esta noción de autonomía no implica la anulación de las relaciones entre arte y vida, sino un tipo particular de conexiones entre ambas esferas, que hacen que todo arte que se considere crítico debe ubicarse necesariamente en una tercera vía que mantenga en tensión dos posiciones antagónicas y paradojales. Estas son: 1) aquella que busca el establecimiento de una realidad en la que la libertad y la igualdad de la esfera estética autónoma sean actitudes vivientes, en la que la distinción entre arte y vida, trabajo y ocio, privado y público no existan y por ende la autonomía artística quede anulada (como se planteó, según señala Ranciere, en los trabajos de la Bauhaus, el constructivismo soviético, etc.,); o 2) una política de la forma resistente, en la que la operación política del arte consista precisamente en sostener su radical separación del mundo, en salvar lo heterogéneo sensible y ser indiferente a cualquier programa de transformación social (asociada en general al pensamiento de T. Adorno).

La posibilidad de pensar en un arte crítico desde la tensión entre ambas posiciones resultó interesante para abordar las ideas desplegadas en el texto de Balvè, escrito desde su lugar de protagonista y portavoz de una memoria sobre el Tucumán Arde, a casi 40 años. Justamente, la tesis que sostiene el texto es que T A

dejó de ser un hecho de la cultura y pasó a ser uno de los tantos hechos producidos por la fuerza de masas.

Esta afirmación entra en clara confrontación con las lecturas que, desde los noventa para acá, han visto a este hecho como una intervención en el campo artístico de aquellos años y da pie a pensar acerca de las operaciones críticas e historiográficas que han convertido al T A en un hito de la historia del arte activista y (del arte a secas) en Argentina. Balvè procura restaurar en este trabajo el modo en el los protagonistas del TA intentaron actuar sobre la realidad de modo directo, suprimiendo toda mediación. (por eso la intervención en la CGT, y no en el museo; el trabajo con artistas pero también con sociólogos, periodistas; sobre materiales de la realidad, etc.). Y esto, partiendo de un contexto que se vivía como revolucionario, un contexto en el que, diría Rancière, la partición de lo sensible estaba puesta a discusión. En ese contexto, el TA no quiso ser cultura, sino que buscó anular la distancia que separa las esferas del arte y la vida. En este no querer ser, fue una práctica revolucionaria de los modos de lucha de los trabajadores, una puesta en cuestión sobre quiénes y cómo, y sobre qué tienen derecho a hablar. Balvé reivindica esta postura como la intención predominante en los protagonistas de aquellos actos. Sin embargo, vemos desplegarse también en ellos y desde ellos las líneas que señalan sus repercusiones al interior de la esfera artística. En efecto, el Tucumán Arde fue también –aunque sea irónicamente- una “Bienal de arte de vanguardia”, y fueron sus protagonistas a varios de los artistas que trabajaban en aquel momento al interior del campo: León Ferrari, Roberto Jacoby, y otros, utilizando procedimientos que venían siendo trabajados en las prácticas artísticas. El TA se despliega así ante nuestros ojos como un hecho multifacético, que materializa al máximo la paradoja de anulación de las esferas, en un contexto en el que los límites estaban puestos en cuestión, en la que una estética de la política era posible.

Rancière sostiene que hoy vivimos en una realidad en la que no queda ya lugar para esa estética, en la que la sociedad funciona por consenso, es decir, sin espacio para la discusión acerca de qué pertenece y qué no a la esfera de lo sensible. En este contexto, la posibilidad de un arte crítico se ve interpelada y adquiere formas si se quiere provisionales, tentativas, que el autor describe a partir de cuatro categorías: la broma, la invitación, el misterio y la colección. Pensando en esta forma de ver la sociedad y el arte contemporáneos, empezamos a trabajar sobre la obra de Eduardo Navarro, comentada en el texto de Inés Kantzenstein. Este trabajo, denominado Fabricantes Unidos, consistió en reproducir lo más fielmente posible un local de fabricación de panes de Once, en Once y presentarlo al público que consume arte invitándolos a la inauguración, en la que se presentaba el local, con sus máquinas y productos, sin trabajadores, sin dueños, y sin Navarro. ¿Podemos pensar en la politicidad de estas acciones? ¿Son gestos de un arte crítico? Este trabajo está situado en un ambiente liminal, una zona de frontera en la que elementos supuestamente heterogéneos (el público de arte, la gente de Once, etc.) entran en contacto. Esta extraña operación de montaje, performática, ¿abre un modo posible de convertir este barrio de la capital, en objeto –y sujeto (estético-político)? ¿será posible esto hoy, acá? ¿allá?

miércoles, 14 de mayo de 2008